Los caminantes hormiga de Hiroshima y Nagasaki
Pero si los japoneses pagaron un alto precio por participar de la Segunda Guerra Mundial, el inventario no concluye allí. La nación nipona enfrentó el primer ataque con arsenal atómico de la historia mundial, del cual ahora se cumplen 70 años. Dos bombas atómicas casi borraron del mapa a dos ciudades en agosto de 1945, muy poco tiempo antes de lograr la rendición japonesa, el día 14. Hiroshima y Nagasaki son dos nombres relativa y tristemente conocidos dentro de la geografía del archipiélago oriental.
“Hiroshima tiene muchos jardines y santuarios, y es muy bella para ser bombardeada”, sentenciaba un dicho popular de la época de guerra en esta ciudad que antes de una fatídica mañana del 6 de agosto de 1945 estuvo habitada por 120.000 almas. Sin embargo, la predicción fue desacertada. La demografía dramáticamente se alteró a partir de las 8.15 de la mañana del 6 de agosto de 1945, cuando la bomba de uranio “Little Boy”, detonada a casi 600 metros de altura desde el bombardero B-29 Enola Gay, carbonizó en el acto a miles y tras dos semanas, por efectos de la radiación, quemaduras y otras secuelas, fue quitando la vida a 92.000 de sus habitantes. De las 90.000 construcciones existentes en la ciudad, 62.000 quedaron completamente destruidas. El ataque tuvo una particularidad inédita hasta entonces y es que se trató del acto del hombre en que murió más gente en el espacio de tiempo más breve de toda la historia de la humanidad. Como la rendición japonesa no llegó, pocos días más tarde, y como advirtiera el presidente de los Estados Unidos, Harry Truman, en relación a que si el enemigo no lo hacía al 11 de agosto pudiera esperar una lluvia de fuego desde el cielo sin precedente en la Tierra, el día 9 a las 11 de la mañana otro bombardero B-29, Bock´s Car, lanzó una bomba de plutonio, denominada “Fat Man”, sobre Nagasaki y sus 49.000 habitantes, distante a 420 kilómetros de la primera. El impacto inicial fue de 40.000 bajas. Este segundo ataque se adelantó dos días debido a las malas condiciones climáticas. Previo a Hiroshima, ningún japonés esperaba semejantes e inéditos ataques desde el cielo.
La explosión de Hiroshima, menos potente de lo esperada por los artífices del arma, sin embargo rompió ventanas a casi 13 kilómetros del epicentro del impacto. Asimismo, la bomba liberó un poco más de 10 kilotones de trinitrotolueno, el equivalente a 12.500 toneladas de dinamita. La de Nagasaki produjo entre 28 a 30, a una escala de tres veces mayor destrucción que la anterior. Esta última explosión más potente hizo añicos vidrios de edificios a 19 kilómetros del hipocentro y la onda expansiva secó hojas de árbol a una distancia de hasta 80 kilómetros.
El relevo aéreo mostró buena parte de la instalación costera de la urbe intacta, lo que dio la falsa impresión de que la bomba de Nagasaki no fue tan devastadora como la de Hiroshima, pero se dio todo lo contrario. A nivel humano, los testimonios dan cuenta de dramas insufribles. Los pocos sobrevivientes envidiaron la suerte de los fallecidos. Muchos caminaron en hileras de caminantes hormiga, como una procesión de fantasmas, desordenada y sin rumbo, varios desfigurados y/o con sus pieles colgando, sus ropas deshechas o simplemente desnudos, con el pudor perdido ante tamaña conmoción, y en su mayoría suplicando por agua. Dos hombres mejoraron la vista por efecto de la radiación y las ondas de choque, si se puede extraer algo positivo dentro de ese cuadro macabro. Mientras tanto otro vio un caballo anaranjado, aún andante y cuya piel había sido arrancada de cuajo, que le hizo recordar a una visión del Apocalipsis de San Juan y relacionó la situación con el fin del mundo. Esto último correspondía a una creencia de primera hora entre varios de los supervivientes, especialmente los cristianos. Para incrementar el drama, los refugiados encontraron más bien hostilidad entre los habitantes de los pueblos vecinos a Hiroshima y Nagasaki. Las piras de cadáveres quemadas por el Ejército tras los estallidos humearon por espacio de un mes.
Motivación
La motivación de Washington estuvo amparada en un cálculo de época el cual estimó que conquistar el país demandaría 900.000 norteamericanos muertos o heridos, más 3 millones de bajas locales. Tampoco un bloqueo parecía admisible, puesto que implicaría la muerte de millones de civiles a causa del hambre. El combate de Okinawa, comenzado el 1º de abril de 1945, auguró que la lucha sería muy larga. Esta isla era la antesala para penetrar en el resto del archipiélago. Allí los japoneses opusieron una resistencia, tenaz pero perdida, que provocó más de 12.000 bajas norteamericanas (sin tomar prisioneros), 120.000 japonesas y 80.000 de civiles.
Dentro de la tradición de la guerra justa, el consecuencialismo establece que un acto debe ser juzgado por sus consecuencias. Así, esta corriente plantea que son legítimos ciertos métodos violentos siempre y cuando logren su objetivo, más allá de su legalidad o moralidad. Para el terrorismo una de las justificaciones, desde la perspectiva consecuencialista, es la utilitaria que dicta que el terrorismo puede ser preferible a la guerra convencional porque ahorra costos. En este sentido, los casos de Hiroshima y Nagasaki encajan perfecto en esta argumentación, las bombas atómicas ahorraron tal vez meses de una guerra desgastante y un número mayor de bajas sobre todo militares, pero también civiles. De todos modos, se le critica a este enfoque varios aspectos. Desde que las cifras son inciertas hasta el hecho de que los civiles deban ser sacrificados por la salvaguarda de los eventuales beligerantes, algo que atenta contra el derecho positivo como así es violatorio también del natural. Como sea, el terrorismo siempre es condenable.
La victoria de 1945 fue total y la rendición incondicional. Japón resultó ocupado totalmente por los vencedores y no se firmó una paz oficial porque no se reconoció a ninguna autoridad distinta a la de las fuerzas ocupantes. De todos modos, ante la inminencia de la rendición un grupo de oficiales intentó conspirar contra el emperador al enterarse de la declaración. No obstante la intentona se vio frustrada, y su líder, el Ministro de Guerra, terminó suicidándose, entre otros de los cabecillas.
“Entre las habilidades de la humanidad, se dice que la imaginación es la más débil y la capacidad de olvido la más fuerte. No podemos, de ninguna manera, olvidar a Hiroshima, y no podemos perder la capacidad de abolir la guerra. Hiroshima no es solamente un hecho histórico. Es una advertencia y una lección para el futuro”, escribió décadas más tarde Akihiro Takahashi, un superviviente de la catástrofe de Hiroshima, ya anciano, quien años antes sufrió el incierto periplo de ser uno de los tantos caminantes hormiga pero sobrevivió mucho más tiempo que otros desafortunados compañeros.
Bibliografía utilizada:
* Alex Bellamy. Guerras justas. De Cicerón a Iraq, FCE, Buenos Aires, 2009.
* Eric Hobsbawm. Historia del siglo XX, Crítica, Buenos Aires, 2001.
* Charles Pellegrino. El último tren de Hiroshima. Los sobrevivientes recuerdan el pasado, Norma, Bogotá, 2011.
* Matthew White. El libro negro de la humanidad. Crónica de las grandes atrocidades de la historia, Crítica, Barcelona, 2012.
* John Withington. Historia mundial de los desastres. Crónicas de guerras, terremotos, inundaciones y epidemias, Turner Noema, Madrid, 2009.
