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La otra cara de los Juegos Olímpicos

JJOO

La atención mundial está puesta sobre la ciudad de Río de Janeiro, sede de los Juegos Olímpicos y posible blanco de los ataques del grupo terrorista ISIS. Las medidas de seguridad son extremas en la ciudad carioca para que la amenaza yihadista no opaque los festejos de una de las celebraciones deportivas más importantes del planeta, así como también para contener el malestar producto del convulsionado panorama político y social que estremece al país más grande de Sudamérica, ya que el Senado decidió por amplia mayoría llevar a cabo el impeachment a la jefe de Estado suspendida, Dilma Rousseff, de quien a fin de mes se sabrá si será destituida o no del cargo. El recato se vio en una austera ceremonia inicial, que costó diez veces menos que la de Londres 2012.

Todo es alegría y fulgor, orgullo por el oro argentino de la judoca argentina Paula Pareto en el primer día de competición, y un clima que invita a observar y apreciar la diversidad cultural, abonado por una imagen que ha dado la vuelta al orbe, de vóley playero que muestra a una competidora egipcia, ataviada al uso islámico, frente a una rival alemana.

Sin embargo, fiel a su tradición, Brasil esconde debajo de la alfombra lo que no se desea mostrar. Por caso, otra de las imágenes icónicas que va dejando Río muestra la fastuosidad de uno de los estadios en el debut, iluminado por luces y pirotecnia, observado a lo lejos por jóvenes de un barrio marginal. Brasil, con una población que sobrepasa por poco los doscientos millones de habitantes, es uno de los países más desiguales del planeta y, en América Latina, ocupa el número tres, según datos del Banco Mundial.

La muerte manifiesta esa inequidad. Según un estudio reciente de la Comisión Parlamentaria de Investigación del Senado, en el año, 23.100 jóvenes afrobrasileños de entre 15 y 29 años son asesinados, es decir, 63 por día, uno cada 23 minutos. Son víctimas de la policía o de los narcotraficantes.

Según el Mapa de la Violencia, construido desde 1998 con datos del Ministerio de Salud, la tasa de homicidios entre estos jóvenes es casi cuatro veces mayor que entre blancos (36,9 por cada cien mil habitantes, frente a 9,6). El hecho de ser hombre, por su parte, incrementa las chances de ser víctima de homicidio casi doce veces. Pero las mujeres, y especialmente las afrodescendientes, en Brasil, no están exentas de la violencia. El citado mapa, en su edición del año pasado, muestra que, en 2003, fueron asesinadas 3.937 mujeres, mientras que, en 2013, la cifra se elevó a 4.762, un incremento del 21% en una década. En 2013, murieron por día 13 mujeres. En el transcurso de esa década, los homicidios de mujeres afro aumentaron un 54%, de 1.864 a 2.875, mientras que los de mujeres blancas cayeron 9,8%, agrega el estudio referido.

De la población brasileña, un poco más del 50% es afro y, como en la mayoría de los países latinoamericanos, se encuentra postergada si se comparan las estadísticas respecto a los brasileños blancos. Por ejemplo, el número de afros que llega a la universidad es sustantivamente menor que el de blancos. Si bien ha mejorado, en 2001 constituía sólo el dos por ciento. Para disminuir la brecha, en mayo de 2014 se aprobó una ley que obliga a reservar un 20% del empleo público a afrodescendientes brasileños. Sin embargo, esa medida y muchas otras son parches que no resuelven el problema de fondo.

De todas estas disparidades y males que sufre Brasil, y en especial la población afro, se culpa al legado de la esclavitud. Esta nación carga con una pesada herencia y un recuerdo molesto, fue la última en abolir esa institución, en 1888. Observadores apuntan a que, si las mujeres afro son más objeto de la violencia que las blancas, es que el problema hunde sus raíces en la asociación con la esclavitud. Sin embargo, los intelectuales brasileños hace décadas han construido el mito de la democracia racial, para ostentar la imagen de una nación que supo fundir sus diferencias en un producto nuevo, original y armónico, lo que atempera el impacto negativo de la esclavitud. De ello se desprende el lusotropicalismo, la explicación de que el colonizador portugués sentó las bases para la construcción posterior de una sociedad armónica y pacífica. No obstante, como toda sociedad que atravesó un proceso de modernización, siempre traumático, las muestras que resquebrajan el mito son evidentes, tomando como ejemplo multitud de revueltas esclavas en el pasado.

La más espectacular fue la que cimentó el Quilombo de Palmares, en el siglo XVII, una verdadera república negra, gran dominio de esclavizados alzados al norte del país actual, y que la Corona lusitana tardó décadas en extirpar. Tal es la importancia, muchas veces ocultada de este evento histórico, que tiene su efeméride el 20 de noviembre, Día de la Conciencia Negra, celebrado como feriado en varias ciudades y estados, incluyendo el de Río de Janeiro, desde 2011. La gesta honra la memoria de un héroe negro, Zumbi, el último gobernante del quilombo. Esta última palabra ha trascendido el país hasta ingresar al habla coloquial en Argentina, entre una larga lista de los denominados africanismos, vocablos de prosapia africana incorporados al castellano actual en regiones hispanoparlantes habitadas en el pasado por esclavizados.

 

Apostilla

La novedad de estos Juegos Olímpicos es que, por primera vez, participa un equipo de refugiados. Está formado por diez atletas, un maratonista etíope refugiado en Luxemburgo, una judoca y un judoca de República Democrática del Congo en el país anfitrión, una nadadora siria residente en Alemania y un compatriota de igual disciplina que vive en Bélgica. Completan la lista cinco corredores sursudaneses residentes en Kenya. Esta presencia es un guiño para no perder de vista lo que preocupa, la masa mundial de refugiados que se incrementa año a año, y la consideración sobre los problemas que generan el desplazamiento, como terrorismo, cruentas guerras (Siria) o crisis olvidadas (Sudán del Sur, por ejemplo), entre muchos otros. El equipo olímpico de refugiados representa a una «nacionalidad» que cuenta 65,3 millones de personas en su haber (según el último informe anual del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, la mitad de estos, niños) y seguirá creciendo. Ya es cifra récord desde el término de la Segunda Guerra Mundial. Ese impactante número supera al de todos los países de Sudamérica, excepto Brasil. En suma, sólo 21 países del mundo superan ese número, incluido el anfitrión de los Juegos Olímpicos.

Cuando pase la pompa y la alegría deportiva, hay que correr el velo. «La alegría no tiene fin», a revisión.

Publicado en:

http://www.infobae.com/opinion/2016/08/12/la-otra-cara-de-los-juegos-olimpicos/

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