Ensayos, Historia africanista, Textos periodísticos y de divulgación

El apartheid del mar

Una crónica, a partir del caso de una comunidad costera, sobre los resabios que quedan del apartheid en Sudáfrica tras 30 años de democracia.

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Crónica: Daniel Wizenberg

Contexto político: Omer Freixa

Fotos: Berta Vicente Salas

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El último Día de la Libertad, que se celebra cada 27 de abril en Sudáfrica, se cumplieron 30 años del triunfo de Mandela en las elecciones y del fin del apartheid. Pero en este pequeño pueblo llamado Mpume no hubo celebraciones especiales y la jornada transcurrió como si no fuera feriado. Bekiswa Zikeyi, Noxolo Gingxana y Noliviwe Mantanjana —de 31, 40 y 55 años— lo vivieron como un día más en el que toca ir a recolectar moluscos.

Diariamente, a estas mujeres les toma 3 horas llegar desde su casa hasta la playa de Dwesa: una explanada inmensa de rocas negras en el cabo este de la costa sudafricana, cerca de East London. Llevan consigo una barra de hierro oxidada, un cubo plástico que alguna vez fue “Helado de Vainilla, 2.8 kg” y dos bidones vacíos de 3 litros de agua.

Con la barra de hierro oxidado hacen palanca para desalojar los mejillones de su sustrato rocoso y colocarlos en el cubo. Los bidones los llenan de agua de mar para ahuyentar espíritus malignos y convocar a sus ancestros para que les den suerte.

Foto: Berta Vicente Salas

Si los mejillones se resisten y la recolección toma más tiempo que el esperado, una ola les cubre el espacio de trabajo. Ellas no se frustran, no se quedan paradas en el lugar esperando que el agua retroceda, sino que escapan de las olas entre carcajadas, chapoteando como niñas que acaban de conocer el océano, como si del éxito de este ritual ancestral no dependiera su supervivencia.

En la zona el mar deposita 2.000 especies de moluscos, como el caracol tejano, el nasario de Krauss, la nática tigre, el tulipán africano, la nerita teselada, el trocóforo manchado, la lapa pintada, la navaja serra, el ensis leei, el faro leguminoso, la concha elegante, la tellina bedoti, el cangrejo peludo, la ostra cucullata, la tonna galea, la athleta michelottianus y el abalón, el oro blanco, el molusco más codiciado, el más deseado por los restaurantes de alta cocina en todo el mundo.

Al cabo de 2 horas, Bekiswa, Noxolo y Noliviwe han recogido 112 moluscos. Antes de dirigirse a la salida, vuelven a rellenar las botellas de agua salada para llevarlas a casa. Un poco es para cocinar y otro poco contra espíritus, dicen. Son 6 litros de acceso remoto al mar.

Llegan sobre la hora a la reja de la salida. Son las 17:59 y a las 18:00 hs. termina el horario de visita de la reserva natural Dwesa-Cwebe. Si llegaban minutos más tarde podían ser denunciadas a la policía o tiroteadas.

Ntombovuyo, una guardaparques de 22 años que vive en Cwebe, la comunidad de enfrente a Dwesa, requisa a las recolectoras en la reja. Saca uno a uno los mejillones del bote mientras los cuenta. Cuando llega a cincuenta, les dice: “Ok, este es el límite. Los demás no pueden llevarlos”.

Los ancestros de estas mujeres vivieron en estas enormes costas. Ellas fueron la primera generación que que nunca durmió aquí: en 1975 el mismo Gobierno que implementó el apartheid los desplazó tierra adentro para crear una reserva natural. En toda Sudáfrica se desplazaba población negra o mestiza de la misma etnia para agruparla en bantustanes: áreas donde la población negra era obligada a vivir, separada de las áreas urbanas blancas. Algunas de esas áreas fueron “patrias” independientes, como el de esta región, llamado Transkei, para agrupar a la etnia xhosa. En general el acceso al mar estaba reservado a los blancos.

En 1994 el apartheid terminó, pero a estas comunidades no les permitieron volver con el argumento de que en los espacios deshabitados por humanos se preserva mejor la naturaleza.

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Un mes después del 30mo Día de la Libertad, casi 28 millones de personas fueron a votar para elegir 400 escaños en la Asamblea Nacional. El Congreso Nacional Africano (ANC), fundado en 1912 y en cuyo liderazgo se destacó la figura excepcional de Nelson Mandela, fue siempre reconocido por su papel en el fin del apartheid. En 2024 por primera vez no obtuvo la mayoría parlamentaria.

El ANC no pudo sino formar un gobierno de coalición con los principales partidos más votados después de ellos. Uno de estos, escindido de sus propias filas (los Economic Freedom Fighters —EFF— o, en castellano, los Luchadores por la Libertad Económica), ha venido marcando un cambio significativo desde sus días de gloria.

Entre los partidos emergentes en la era post-apartheid se destaca uMkhonto We Sizwe (Lanza del Pueblo en xhosa), otra escisión reciente del ANC liderada por el expresidente Jacob Zuma, quien gobernó entre 2009 y 2018 y obtuvo un digno 14,5 % de los votos, a pesar de las controversias que marcaron sus dos mandatos que concluyeron con 783 acusaciones que lo obligaron a dimitir. El expresidente anunció desde el comienzo su voluntad de no formar parte de este nuevo gobierno de coalición.

Julius Malema, líder de los EFF, el otro partido anti-apartheid al que le fue bien (con el 9,5 %), había sido expulsado del ANC en 2012. Malema formó esta agrupación radical que propone la nacionalización de sectores económicos estratégicos como el minero. Sudáfrica es el principal productor mundial de platino y el quinto en extracción de diamantes en bruto.

Malema sostiene que después de 1994 subsiste un serio problema territorial y que las tierras en poder de la minoría blanca deberían ser expropiadas. Será una difícil convivencia con el ANC.

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David, un pescador de 62 años, sale de su casa una vez por semana con la caña en el hombro y emprende la marcha de 5 kilómetros desde su pueblo, Hobeni, hasta el mar. Un camino polvoriento y lleno de baches lo conduce hacia el Hotel Heaven en la playa de Cwebe.

En el hotel, a los turistas —que solo pueden llegar aquí si tienen una 4×4— se les ofrece una experiencia que “permite olvidar el resto del mundo y relajarse en un entorno aislado y virgen”, dice Susan Millar, parte de la familia con acento británico que se quedó con el complejo turístico. Susan prefiere que le digan Su.

Desde hace 80 años el Heaven tiene aquí 25 amplias cabañas con techos altos y de paja que simulan las de los pescadores. Estas cabañas permanecen dispersas en un jardín con vista al mar por el que deambulan monos, vacas, caballos. “No digas que los dueños de todo esto somos nosotros; es la comunidad”. Pero en la comunidad no saben a dónde va el dinero del alquiler y Su no muestra los comprobantes de pago.

Los turistas pueden pescar todo lo que quieran y, además de hacer senderismo, ciclismo de montaña, nadar en la pequeña piscina y observar aves, también pueden practicar piragüismo, tenis, golf, avistamiento de ballenas y delfines, snorkel y 4×4. El hotel es de pensión completa y tanto en los fines de semana festivos como en el transcurso del verano permanece lleno de turistas blancos y rubios con cuerpos de rugbiers que hablan afrikáans.

David llega a la recepción y habla en xhosa con la recepcionista. Es una lengua llena de clics: algunos laterales —como imitando el trote de un caballo—, otros alveolares —-como imitando el destape de un vino— y otros dentales —como el “tsk tsk” para expresar desaprobación.

David compra un anzuelo de marca china que se promociona como “la diferencia entre pescar y atrapar pescados”, y continúa camino hacia la confluencia del río Mbashe y el mar. Una vez allí, al sumergir los pies en el lecho arenoso, siente cómo el viento sopla hacia el continente, como si el mar desembocara en el río, y no al revés. Cree que esa corriente lo favorecerá. Comienza a atardecer.  “La luna debería verse ya, es bueno eso, los pescadores tenemos un mantra: ‘cuando la luna baja, los peces vienen; si la luna se ve, los peces se van’”, dice David. Pero los peces no vienen.

David decide que es momento de cambiar de escenario y ver qué sucede en el mar. Camina 300 metros y se acomoda en la costa de agua salada. Prepara de nuevo la carnada, sosteniendo la caña con su mano derecha y apoyándola en su ombligo. Pasa otra hora en silencio, hasta que la caña se tensa. David hace fuerza para que no se le caiga, arqueando la cintura hacia atrás. “¡Algo grande ha picado!”, grita, mientras de entre las olas emerge un bacalao bien gordo y agonizando. “Debe pesar unos 6 kilos”, dice emocionado. David lo recoge y lo deja terminar de morir en la arena. El pescador se excita y no quiere perder tiempo: vuelve a lanzar la línea al mar; pero está cansado, en lugar de quedarse de pie esperando, inserta la caña en un pedazo de caño de PVC clavado en la arena. Se sienta en un tronco seco y enciende un cigarro.

El sol cae definitivamente. “Esta noche es ideal para pescar”, dice. “Es un momento perfecto, perfecto, perfecto”. Pero baja la mirada y se ensombrece tras mirar el reloj. “La reserva ya cerró. Esto es ilegal. Ya me han llevado preso dos veces y me han impuesto multas impagables”, cuenta, y empieza a guardar sus cosas. Una vez David estuvo detenido tres días y otra vez cuatro. Las multas son de unos 300 dólares: más de lo que gana en un año vendiendo pescado a la familia Millar.

David no se comerá el bacalao. Pasa por el hotel a vender el pescado y emprende a pie los 5 kilómetros en total oscuridad que lo separan de su casa. Con los 30 rands que le pagan por el pescado asegura que sus hijos tengan todo lo necesario para ir a la escuela. Con lo que sobra compra algo de comida enlatada en el almacén.

En 1999 David se cansó y se fue a Johannesburgo a picar piedra. “En nuestro pueblo, en ese entonces, como ahora, no había de qué vivir”, dice. Cerca de la capital económica del país encontró empleo en una mina de oro y trabajó dentro de la montaña durante años. Pero extrañaba el mar, así que volvió decidido a luchar por un cambio. Fue entonces cuando, junto a otros pescadores, denunció a la reserva natural Dwesa-Cwebe en las cortes nacionales.

En 2012 un juez falló a favor de David y las comunidades, marcando un precedente significativo. Desde entonces, en Sudáfrica se reconoce el derecho consuetudinario al reclamo territorial; aunque en este caso se aplicó de una manera rara. Les otorgaron a las siete comunidades que solían habitar la costa el derecho de propiedad sobre la reserva natural, pero no el derecho a habitarla. Las comunidades pueden cobrar un alquiler a los negocios que operen en la zona, como el Hotel Haven y los complejos de chalets, habitados por sus dueños, pero tienen prohibido dormir en su tierra.

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Sudáfrica no vive una crisis de seguridad ni sufre un conflicto armado, pero tiene tres problemas centrales: desigualdad, desempleo y pobreza —de los que se derivan otros—, que se originan en el racismo.

El apartheid fue una estructura de segregación racial y control político para consolidar un sistema económico que benefició a la minoría blanca a expensas de la mayoría negra. En 1994 terminó el control político blanco, pero no se desmontó del todo ese sistema socioeconómico.

Esta es una nación arcoiris, dijo el arzobispo Desmond Tutu en los inicios de la era post-apartheid. El término simboliza la esperanza y la diversidad, pero ese arcoiris tiene colores más fuertes que otros: según el coeficiente de Gini, Sudáfrica es el país más desigual del planeta.

La tasa de desempleo es de las más altas del mundo, y afecta más a las capas jóvenes de la población. Puede verse en cualquier comunidad rural, como Dwesa-Cwebe, o en cualquier suburbano township. Lo dicen los datos del Banco Mundial: 6 de cada 10 sudafricanos son pobres y ninguno de esos 6 es blanco.

El apartheid se instauró en 1948 cuando el Partido Nacional, una conformación racista de la minoría bóer descendiente de migrantes afrikáneres, ganó las elecciones en Sudáfrica. En 1910, tras pacificar la región, Gran Bretaña había establecido la Unión Sudafricana, expropiando tierras a los africanos, algunos de los cuales fundaron en 1912 el ANC. Para los años 30, los negros ya no podían votar junto a los blancos.

Durante los 50, en plena Guerra Fría, Sudáfrica se alió con EE. UU., Gran Bretaña e Israel para combatir la “amenaza comunista”, apoyando regímenes coloniales y reprimiendo movimientos de liberación. La ilegalización del comunismo en 1950 no frenó las protestas, que crecieron en los 60: en la masacre de Sharpeville (1960) la policía mató a 69 manifestantes. Esto provocó la ilegalización del ANC, que pasó a la clandestinidad con su brazo armado,uMkhonto We Sizwe.

En 1976 la revuelta de Soweto contra la imposición del afrikáans como idioma escolar resultó en la muerte de entre 23 y 700 estudiantes, dependiendo de la fuente. Este evento internacionalizó la condena al apartheid. Sudáfrica fue expulsada de la Commonwealth, de la FIFA y el Comité Olímpico, y se le impusieron boicots económicos y embargos de armas.

En los 80 la violencia aumentó, y Sudáfrica se defendió manteniendo una postura anticomunista, apoyando a grupos contrarios a los movimientos de liberación en países vecinos. La ocupación ilegal de Namibia también elevó la condena internacional.

A finales de la década, bajo la presión interna y externa, Sudáfrica comenzó a cambiar. El presidente Frederik De Klerk asumió en 1989 con la intención de acabar con la segregación, liberando a Nelson Mandela en 1990 después de 27 años de prisión. En 1992, un referéndum mostró un fuerte apoyo a la reforma del apartheid.

La transición a la democracia costó 14.000 vidas y más de 20.000 heridos. En 1994 Mandela fue elegido presidente en las primeras elecciones democráticas del país. El apartheid terminaba y comenzaba la época que aún vivimos.

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Siboney tiene 28 años y trabaja para Masifundise, una de las principales organizaciones que defienden los derechos de los pescadores en Sudáfrica. En la escuela primaria fue una de las cuatro personas negras de su grado. Viajaba 4 horas de ida y otras tantas de vuelta entre su casa en las afueras de Ciudad del Cabo y un colegio de blancos. Habla afrikáans con acento blanco. “En ese contexto hay que asimilarse para progresar, pero no tengo amigos blancos”, dice.

—Como abogada, ¿cuál es el apoyo que le das a las comunidades?

—Los ayudamos con el problema subyacente principal en Dwesa-Cwebe, que es la no aplicación de los derechos consuetudinarios, la ineficaz implementación de la política de pesca a pequeña escala y la falta de reconocimiento de que la comunidad es la legítima propietaria de las tierras en las que se encuentra la Reserva de Dwesa-Cwebe según su reclamación de restitución de tierras de 2001. Muchos de los desafíos, como la violencia y el acoso, surgen de la falta de respeto por el modo de vida cultural y tradicional de las comunidades de Dwesa-Cwebe. El Estado ha fallado en proporcionar mecanismos que protejan y preserven los derechos consuetudinarios de Dwesa-Cwebe. El Estado ha creado regulaciones inadecuadas que son burocráticas y formalistas y que simplemente no se ajustan a los derechos consuetudinarios de estas comunidades. También hay falta de consulta en lo que respecta a la gestión de la reserva, lo que crea un gran conflicto entre el Gobierno y la comunidad local. El enfoque de arriba hacia abajo del Estado ha dejado los derechos consuetudinarios de Dwesa-Cwebe sin poder.

¿Te has reunido recientemente con las autoridades? ¿Qué pasó?

—El 3 de mayo tuvimos una reunión con la Agencia de Parques y Turismo del Cabo Oriental (ECPTA) sobre la falta de co-gestión en la Reserva de Dwesa-Cwebe y otros desafíos, como la policía armada y la criminalización a nivel local. Fue muy claro que no hay voluntad política para apoyar a las comunidades.

¿Qué problemas nacionales e históricos del país refleja esta situación?

—Los vestigios de una ideología colonial permanecen arraigados en las políticas de conservación y la gestión de áreas protegidas en Sudáfrica. A pesar del fin del dominio colonial y la bienvenida al régimen democrático, muchas de estas políticas y regulaciones arcaicas continúan presentes en los marcos legislativos nacionales y estrategias de gestión.

“Apartheid” en afrikáans significa “separación”. Las comunidades de Dwesa-Cwebe continúan separadas del mar.

—En el papel tienen derechos reconocidos, pero ha habido un cambio material mínimo. Sí, creo que gran parte de la forma en que se trata a las comunidades en Dwesa-Cwebe es una reproducción del apartheid.

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Arnold Maphulcatha llegó a vivir junto al mar hasta que lo echaron en los años 70. Tiene 80 años y se sienta en una piedra a esperar un bus que lo saque de Mpume para llevarlo al mercado. El bus no tiene horario y pasa una sola vez al día. Viste un elegante traje de cuadros, un sombrero clásico y zapatos bien pulidos. Es simpático, socarrón, pero serio, una sola pregunta basta para que diga todo.

—¿Cómo fue?

—Un día, en 1975,nos dijeron que nos darían una casa y una parcela de tierra porque aquí querían crear una reserva. Esto que dicen que en esta zona no se puede vivir del mar, nunca lo he entendido. El mar está repleto de alimento. Y la tierra en la costa es más húmeda, crecen los alimentos. Además de pesca y granjas teníamos vacas, que comían una hierba que aquí en Mpume no hay y nos daban una leche que aquí ya no dan, y teníamos todo lo que nos daba el bosque: desde medicinas hasta sombra. Ahora, es verdad, yo cobro una pensión que mis padres no ganaban; pero soy más pobre. Casi nada crece en nuestras granjas, tenemos nuestras casas, pero con lo que me pagan no puedo comprar nada. Nos han desterrado, pero sobre todo nos han separado del mar, que es una despensa infinita.

Mandilakhe, 35 años, corpulento y risueño, escucha a Arnold y dice: “No solo nos quitaron la tierra, barrieron nuestra historia: ellos plantaron un nuevo bosque que creció sobre las tumbas de nuestros ancestros, sabemos que están ahí pero no sabemos dónde”.

Cada vez que va al mar, Mandilakhe reproduce un ritual: mira el horizonte e invoca a sus ancestros. Maya, Gasa, Sophitsho, Nggolo, Msila, Madiba, Zondwa, Velabembhentele, Nxeko, Ntande, Thembu, Ndabeni. Todos vivieron en Dwesa, dice, y aclara, mirando el suelo: “estos rituales en realidad no se hacen así, se hacen por la noche, con la comunidad alrededor del fuego en la orilla, contándose historias, pero ya no nos dejan acceder a la reserva para la hora que atardece y la gente ya no se junta a contarse historias. Con la reserva han matado la tradición”. Son un poco menos de 3000 personas las que quedan viviendo en Dwesa-Cwebe, a los márgenes de la reserva natural.

El 9 de febrero de 2022 Mandilakhe fue a la playa con Thobile Mpunzi, uno de sus mejores amigos, y otro amigo que no quiere recordar, a pescar por la noche. Los guardias divisaron sus sombras a lo lejos. Les dispararon. Nueve guardaparques descargaron sus cartuchos sobre estos hombres.

Le dieron a uno de los tres, en la pierna y en la espalda. El amigo que Mandilakhe no quiere nombrar huyó sin mirar atrás.

Thobile  quedó tendido, alrededor de él la arena rocosa se volvió un inmenso charco rojo. Mandilakhe lo cargó en su hombro y se lo llevó a cuestas las 3 horas que separan el mar de su casa. Al día siguiente pagaron el equivalente a lo que ganan en un mes para que un auto lo llevara al hospital más cercano.

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Thobile Mpunzi está en la puerta de la casa de su abuela, Sotyantya. Quedó paralítico y pasa sus días en una silla de ruedas. No tiene muchas ganas de nada. Como ya no puede ir a pescar, la abuela comparte con él su comida. Con el mar tan cerca y casi nunca comen pescado, porque es más rentable venderlo que comerlo.

A Philasande le falta el mar. Hace poco cumplió 39 años, todavía tiene los músculos entrenados de sumergirse para atrapar abalones; pero extraña su casa y extraña el mar. Baja la cabeza y, con la mirada clavada en el piso, susurra: “Y así parece que será para siempre”.

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Es difícil pensar en Sudáfrica sin que el apellido Mandela aparezca. Su esfuerzo conciliador y su sacrificio como el prisionero político más famoso del mundo, bajo el número 46664, fueron cruciales para la llegada de la democracia en mayo de 1994. Mandela se convirtió en un emblema global de la lucha por la justicia y la reconciliación, transformando su imagen, de “terrorista” a héroe internacional.

Sin embargo, esa democracia vive su crisis de los 30. El ANC ha visto menguar su prestigio como partido de liberación debido a escándalos de corrupción y a su falta de respuesta a los problemas estructurales del país.

Los altos índices de criminalidad —especialmente en las grandes ciudades—, los servicios públicos —como el suministro eléctrico—, son deficientes. La crisis energética fue exacerbada por una prolongada sequía.

En ese contexto creció la xenofobia, a pesar de que el país ha sido visto como una tierra de oportunidades para muchos migrantes de naciones vecinas, como Zimbabwe, Mozambique, y hasta de otros más lejanos, como Nigeria. Los brotes de violencia contra extranjeros han sido recurrentes, exacerbados por tensiones étnicas internas. Hay élites y se da un particular racismo de negros contra negros.

En ese contexto la negociación parlamentaria mantuvo al partido de Mandela en el poder y llevó a la reelección de Cyril Ramaphosa como presidente, casi como por inercia. No hay mucha esperanza, pero tampoco opciones.

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Flenki, 32 años, bucea sin esnórquel ni patas de rana entre las grietas y cuevas donde las langostas suelen esconderse durante el día. Cuando avista una, Flenki sale a la superficie, toma aire y vuelve a sumergirse por su presa. Intenta hacerlo rápido para no asustarla. El pescador se acerca lentamente y coloca sus dedos justo detrás de la cabeza del crustáceo, donde se encuentra el caparazón más vulnerable. Con un movimiento rápido, la arrebata con fuerza, evitando que las pinzas afiladas se activen, y sube a la superficie. Deposita la langosta en un hueco de agua que se halla entre las rocas de un espigón, y regresa a la faena. A los 5 minutos emerge del fondo con un pulpo en la mano. Lo toma de los tentáculos y lo golpea contra las rocas una vez, dos veces, el tercero es el golpe final. Lo apoya sobre la roca y toma su caña de pescar que es muy artesanal: una línea de hilo de nailon atada una rama de bambú de unos 2 metros con un viejo langostino atravesado por un alfiler de costura doblado que oficia de anzuelo. Se sienta en el borde de una roca alta a esperar el pique. Al cabo de 2 horas concluye que nada picará: “Es imposible. A esta hora, pleno mediodía, no se pesca”.

Flenki tiene dos hijos, trabajó como guardia de seguridad en Johannesburgo por un tiempo; pero regresó a su pueblo y ahora se las rebusca para vender pescado a los residentes de los condominios.

A un par de metros de él un licenciado en Ciencias Políticas y dos de Ciencias de la Información de Johannesburgo, todos blancos, con antiparras azules, se sumergen cerca de las rocas y juntan algunos mejillones. Son gente amable con Flenki, a veces le compran mariscos.

*Este trabajo forma parte de un proyecto sobre capitalismo clandestino realizado por las organizaciones Vía CampesinaGrupo de Trabajo sobre Tierra y Territorio CIPUniversidad Campesina UNICAM SuriFIAN y RUIDO Photo.

 

Publicado en:

https://www.revistalate.net/2024/09/04/el-apartheid-del-mar/

https://www.france24.com/es/%C3%A1frica/20240904-sud%C3%A1frica-el-apartheid-del-mar

 

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